La tumba roja
El sol comenzaba a lamer parsimoniosamente
el horizonte. Descubría a su paso la superficie roja que abarcaba la
vista. Desde el interior de la cabaña se veían reflejados algún
rayo de sol, que anaranjaba el centro de la estancia y la iluminaba
por dentro. Esto hacia innecesario el uso de velas hasta entonces
indispensables. Con la lentitud de movimientos que le confería la
edad, comenzó a colocarse el traje drenante para salir al campo. La
temporada estaba siendo cruenta, más de la cuenta. Salió al porche
oyendo el crujir de la arena que había inundado en la noche todos
los tablones de su entrada. Se acercó a la pequeña despensa que
descansaba cerca de una tumbona, en ella descansabasn trozos de
tunas, agaves y cactus. Ese día estaba quizás más sediento de la
cuenta y decidió tomar un poco de tuna. La peló con cuidado y se la
llevo a la boca mientras se sentaba a mecerse en la hamaca.
El sol se elevaba en lontananza. Esto, le
hizo alargar la mano para coger un sombrero de ala ancha de paja que
descansaba en el alfeizar de la ventana. Se lo coloco y siguió
chupando con fruición su trozo de tuna. No había bebido nada desde
ayer y el traje drenante no había convertido sus excreciones en
liquido potable. Miro sus manos moteadas por el sol y su piel
torneada que tomaba un color tostado que no recordaba tener en su
infancia. A esas alturas de la vida el traje drenante le pesaba
horrores para cualquier cosa, y mucho más ahora que pretendía
levantarse de su asiento para acercarse al campo a cuidarlo. Apoyó
las manos con fuerza sobre el reposabrazos y se irguió. Reviso las
provisiones que le quedaban de agave y tunas de consumo propio, que
ya iban menguando. Aunque quedaban pocas plantas debería buscar
aquellas que ya no fueran a dar fruto alguno. Que, en esa época del
año, era cualquiera de las que tenía en cultivo.
Bajó los tres escalones que separaban el
porche de sus tierras y cuando posó el pie en el suelo, una nube de
polvo rojizo comenzó a elevarse en pequeñas volutas, que volvían a
estacionarse en el suelo al no haber viento. Andaba muy despacio para
no levantar mucho polvo que luego se le adhería a los pulmones y a
la ropa, y para no gastar muchas energías, pues no le quedaba mucho
que comer para andar haciendo el tonto.
Cruzó el pequeño tramo de zona baldía
que lo separaba de una valla de madera rota tiempo atrás. Tras ella,
esparcidos a mucha distancia unos de otros se encontraban los agaves,
tunas y demás cactus. No se podía decir que tuviera muchos, tampoco
que tuviera pocos. La única granja que quedaba estacionada en aquel
planeta llamado Almagra, perdido de la mano de dios. Un planeta
carente de todo signo de agua, en el cual se paga oro por cada gota
del líquido elemento a miles de empresas, que se afanan por hacer
llegar a cada rincón de la galaxia aquel producto de lujo. En
Alhambra, la pequeña granja de Gaylas, todavía seguían cultivando
cactus desde que se mudaron a aquel planeta con la ilusión y la
promesa de buenas mieles que cosechar. Sin embargo, la tierra en vez
de mieles les dio hieles.
Gaylas miraba la sierra lejana donde se
veían los cilindros enormes que habían traído para canalizar el
planeta. Todo en balde. El planeta se opuso a toda canalización
posible. Aunque se hubiera podido canalizar el planeta, conseguir una
acometida de aquella vía salía demasiado caro, y más para un
granjero de cactus. En un planeta donde no había agua, el único
agricultor que pudo sobrevivir al primer estiaje fue el cultivador de
cactus. Aunque aquello no era sobrevivir. Más bien parecía
malvivir. El cactus y el agave sofocaban en parte la necesidad de
beber agua de los residentes. Pero no era suficiente, y las
comunicaciones con la metrópoli resultaban bastante precarias. Muy
de vez en cuando venían a traer alguna provisión de agua. Cuando
llegaban y veían el estado de la economía, casi siempre dejaban
algún bidón de agua por compasión llevándose consigo toneladas de
cactus que se venderían a su vez en planetas con la misma carencia
que Almagra.
Gaylas estaba recorriendo la tierra que
tenía cultivada. Si algo bueno tenía el cultivo de cactus, era que
no precisaba de muchos cuidados. Se paraba en algún agave para
revisar el estado de las hojas de la flor, si alguna de ellas la
encontraba lo suficientemente suculenta, la arrancaba de la roseta y
la guardaba en el pequeño zurrón que llevaba colgado al cinto.
Gaylas, como mucho de los propietarios que antaño vivieron en aquel
planeta habían tenido mucha fe en que la compañía Watua.sl
consiguiera su objetivo y canalizara la superficie de Almagra. Con el
tiempo, vieron cómo muchas de las canalizaciones que se iban
poniendo estallaban sin haber recibido ni siquiera agua.vieron como
muchas de las naves acabaron por estrellarse, y como los láseres de
perforación no consiguieron frenar que las arcillas rellenaran de
nuevo todas las zanjas que replantearan. Todo fue inútil. Ahora solo
les quedaba el consuelo de usar al menos los trozos rotos de tuberías
para cultivar a para dar más estabilidad a alguna zona de las
tierras de las que disfrutaba.
Gay" pensó en Oligisto, su antiguo
vecino. Él fue el más optimista de los colonos de la zona.
Recordaba haber estado junto a él cuándo colocaron aquel cartel
publicitario enorme en la serranía del Sur, por donde salía el sol.
Recordó el cartel gigante que anunciaba los distintos tipos de aguas
de regadíos disponibles, según las concentraciones granulométricas
de minerales y material orgánico que se precisara. Todas ellas a
costos disparatados. Oligisto sacó de su casa dos botellas de 30 ml
de agua fresca, y le ofreció una a él. Gay" lo recordaba
nítidamente mientras paladeaba, jugueteando con su lengua en su
paladar al recordar aquella agua a la que le invito. Ambos se
quedaron contemplando detrás del cartel como varias naves estaban
colocando y trasportando las tuberías que traerían la prosperidad
al planeta. Allí se quedaron esperando que cayera la noche y veían
cómo las mismas naves volvían a la estación de servicio.
Se incomodó al pensar que llevaba muerto
ya muchos años. Sus cultivos comenzaron siendo frutales que
precisaban de las canalizaciones y los invernaderos hidropónicos,
cuando las tuberías comenzaron a fallar, trato de cambiar sus
cultivos a frutales con menos necesidades acuosas, pero ya era tarde.
De ultimas el propio Gay" le prestó varias tuneras para que
plantara en sus tierras. De nada sirvió. Dos días comiendo restos
de tuneras que le había regalado su vecino le hicieron sentir una
desesperación inconmensurable, y se suicidó. Nadie hablaba de ello
en aquel entonces. Todas las miradas estaban absortas en su propia
miseria. La muerte de Oligisto fue solo el pistoletazo de salida para
el éxodo. Las naves de trasportes se fueron llenando los primeros
meses. Hasta que la metrópoli cerró las puertas a los almagros, la
huida del planeta se fue haciendo cada vez más patética. Las bandas
criminales vieron negocio en su desesperación, pero no ayudaron
mucho, su miseria no les salía rentable. Así el planeta se fue
quedando vacío, y los que no se iban o se suicidaban, morían de la
propia pobreza.
Gay" se enjugó la frente perlada por
el sudor, por la parte que dejaba al descubierto su equipo de
drenaje. Se quitó las bombonas de potabilización y vertió el
contenido del trapo en su interior. Los tubos que estaban conectados
a la máscara que llevaba en la cara empezaban a traer pequeñas
gotas de agua a la boca del viejo almagro. En esta tierra nunca
cesaba la sed. Se acercó a las palmichas sueltas que tenía
cultivadas esporádicamente por sus tierras. Realmente no daban nada
que le sirviera ahora en este estado de necesidad. Las plantó para
cuando floreciera el planeta poder venderla como decoración floral
para centros de mesa, ramos y esas cosas. Ahora se sentía ridículo
ante aquella idea.
Arrancó de aquellas palmichas varias de
las hojas que estaban pudriéndose. Las echó a un bol que había no
muy lejos de allí, así se convertiría en abono para las demás
plantas. Se acercó a un árbol que tenía en la zona más alejada de
sus tierras, un árbol que le salía caro, y le hacía perder mucha
de la escasa agua en regarlo. En el fondo tenía una higuera,
escuálida y decrepita, igual que él mismo. Pero de vez en cuando
daba frutos, con un esfuerzo increíble tanto por parte del árbol
como por parte del propio Gay", que derrochaba agua a mansalva
para que aquel árbol no muriera. De los bidones de agua de lluvia
(agua que no se usaba en la metrópolis por provenir de lluvia
contaminada y que en la tierra era agua de desecho) este árbol se
podía llevar más de la mitad para sus necesidades. Sin embargo,
seguía regándolo. Le gustaba tenerlo allí. Le daba esperanza.
Además, su mujer estaba enterrada bajo él junto a su hijo. Pobre
mujer.
Su mujer Apho-hel vino con él cuando se
abrió la emigración a la nueva colonia que tenía todas las
garantías de prosperidad. Apho" y él estaban ilusionados con
los proyectos que vendía la empresa de emigración, y consiguieron
sus papeles sin mucho esfuerzo. Ambos eran jóvenes y tenían ante si
todo el futuro por delante y la capacidad de concebir colonos de
segunda generación. Eso fue lo que les dio más baremo para
sobreponerse a otros aspirantes con, quizás, mejores aptitudes. Eso,
y que Gaylas tenía nociones de agricultura. En su ciudad natal ya
había estado cuidando de miles de hectáreas de terreno con
diferentes variedades de cactus.
Gay" se recordaba en aquella época, y
no se reconocía. Su piel era mucho más clara, su cara estaba
rellena y rojiza, y sus brazos estaban curtidos por el trabajo en el
campo. Se miraba ahora las manos con mezcla de asombro y
desconocimiento de lo que estaba viendo. Aquellas manos se le
presentaban ajenas. Largos túbulos parduzcos con nodos en vez de
nudillos, como la raíz de un árbol esbelto. Las arrugas que
surcaban sus manos estaban vadeando las pequeñas motas oscuras que
cubrían su piel. Estaba convirtiéndose en un árbol. Sus uñas
perdieron el color blanco hace años y debajo de ellas se acumulaban
granos de tierra provenientes del primer día que toco la arena
rojiza de Almagra.
Su mano temblorosa buscó su boca
intentando ahogar su frustración. Un llanto hondo le llamaba. No
llego a tocar su boca. La máscara que le proporcionaba agua y la
recogía de todos (o casi todos) los poros de su cuerpo el sudor, se
lo impedían. Con un gesto mecánico se deshizo de la goma que se
aferraba detrás de la oreja descolgando la máscara sobre el pecho.
Se palpó la cara. Se la palpó a conciencia. Sus mejillas eran
hondonadas que parecían dejar intuir todo el recorrido de la
mandíbula. Mesándose la barbilla creyó intuir incluso cada uno de
los dientes sin apenas rozar su piel. Estaba demacrado. Agua
reutilizada de sus propios desechos y carne suculenta de varios tipos
de cactus. Aquella dieta le había convertido en ese monstruo
disecado. Notó anegársele los ojos, y volvió a colocarse la
máscara para no perder aquel líquido. Realmente no podría llegar a
llorar, ni siquiera tenía suficiente liquido en su cuerpo, ni para
formar una sola gota de agua.
Sus ojos se posaron en la higuera.
Desenfocando la higuera, su vista se posaba en los cristales sucios
de la máscara. La higuera. Volvió a recordar a su mujer. Y la vio.
La vio de nuevo cómo sonreía al llegar allí. Cómo su felicidad
estaba abierta ante un mundo de posibilidades. Cómo volaba su falda
cuando corrió al ver la granja. Ella la bautizó. Ella le dio aquel
nombre. Recordar cómo alegraba cada rincón de aquella cabaña de
madera de otro planeta. Su pecho se estaba oprimiendo bajo toneladas
de recuerdos. Los primeros años allí fueron para ambos el paraíso.
El mundo entero se abría ante ambos y cultivaron la tierra con
tesón, sudando a mares. Desperdiciando una valiosa agua que
desconocían que después sería tan necesaria. Cada noche cuando
dejaban de trabajar, exhaustos, y con callos y rozaduras por todo el
cuerpo, ambos se entregaban al deleite. Ambos disfrutaban cada noche.
Tres años después Apho-hel se quedó
embarazada. Cuán grande fue el regocijo que se sintió en toda la
comunidad. Cuan felices eran ambos. La escasez de agua ya era patente
en aquel planeta, aunque aún no se había suicidado Oligisto. Ahora
lo veía claro. Ella estaba ya tan delgada. Su vitalidad había sido
robada por los cactus. Su sonrisa llegó a ocupar en aquellos días
más de las tres cuartas partes de su rostro. Pero no era la misma.
Aquella sonrisa no era la sonrisa de felicidad que ella le dedicaba a
él. Aquella sonrisa traía trazas de tristeza. Algunas noches la oyó
llorar, escondida. Él no sabía qué hacer. Intento por todos los
medios alimentarla, buscar más agua para ambos, cultivar más duro,
sacar más provecho de aquellos malditos cactus. Pero nada
funcionaba.
Las estaciones que canalizaban el agua
tenían servicios médicos y diversas tiendas de materiales para las
primeras oleadas de colonos. Pero por aquella época, no quedaba gran
cosa. Las máquinas que quedaban en las estaciones cercanas, eran de
épocas remotas. Algunas ni siquiera llegaron a funcionar nunca. En
esas condiciones Gay" intentó trasladar a su mujer a otro lado,
a cualquier planeta por pobre que fuera, tendría más garantías de
supervivencia que aquella sequedad. Incluso pensó en fugarse a los
planetas marginales de las afueras. Demasiado lejos de la metrópolis
para ser civilizados, y demasiado cerca de la pobreza para ser
siquiera recomendable. Apho" se lo recriminó muchas veces.
Aquella era su casa. La casa donde criarían a su hijo. La tierra, de
la que sacarían por fin el fruto bueno.
Un proyecto de obstetra iba una vez por
semana a verlos. Sin vehículos ni medios, si el no venía a verlos,
la parturienta hubiera estado sola. Pero el pseudomédico nunca ayudò
en gran medida. Se limitaba a recetar complejas fórmulas medicales
imposibles de conseguir por allí. Ninguna nave de trasporte traería
esas mercancías. Y si las trajeran no podrían pagarlas.
Los vecinos, propietarios de las tierras
colindantes y algunas más alejadas, venían a ayudarla. Ninguno
traía ni siquiera alimentos, ni aportes económicos para echar una
mano. Soltaban viejos remedios de ancianas y se aprovechaban de la
familia tomando y comiendo las reservas de Gaylas. Muchas de las
mujeres se pasaban horas y horas, vociferando y haciendo miles de
pamplinas de medicinas heréticas. Un día, Apho" cogió de la
solapa a Gay" y le susurró al oído:
- Haz que se vayan.... Y que no vuelvan…
Quiero que el niño nazca sin tanta mezquindad alrededor... Prefiero
que seamos solo tú, yo.... Y él.
Con estas palabras la ira se adueñó de su
cuerpo. A voz en grito arrojó por el soportal a todo hijo de vecino
que anduviera por la casa, y alargando un brazo con un dedo bien
estirado, prohibió que nadie se acercara a la casa de nuevo. Hecho
esto, volvió junto a su mujer y se acostó junto a ella. Emanaba
sudor por cada ápice de su cuerpo, y su respiración tenía un leve
pitido de fondo, como si estuviera tísica. La abrazó con más
fuerzas de las que se veía capaz y se durmieron esa noche como si
pudieran fundirse mutuamente en ese abrazo.
Frotó con sus manos la corteza de la
higuera. Con la mirada iba buscando algún fruto entre las escasas y
finísimas ramas casi secas. No la halló. Aun así, cogió su
herramienta de trabajo y trato de cercar bien la tierra alrededor de
la higuera para poder esponjar la tierra y que entrara mejor el agua.
Le quedaban ya pocas reservas de los bidones que le trajeron la
última vez desde la metrópoli. El pedido no debía tardar o
empezaría a pasarlo mal. Peor de lo que ya lo estaba pasando. Las
fuerzas que antes tenía para aquellos trabajos estaban ausentes en
ese momento. Ya no quedaba mucha de aquella vitalidad que tenía
cuando llegó al planeta. La tierra seca iba desgranándose en
terrones de arena secos que le costaba desmigajar. Sin aquel proceso
tedioso, toda el agua que vertiera a aquella planta se perdería y
seria tragada por la propia tierra. A pesar de que las raíces de la
higuera descansaban sobre un trozo de las tuberías rotas que dejaron
las empresas del agua. No había socavado ni diez centímetros de la
tierra y ya necesitaba apoyarse sobre el tronco para descansar.
Quizás hoy no pudiera darle de beber a la higuera. Quizás debiera
esperar a los acontecimientos para ver si llegaban más provisiones
de agua y así no desperdiciaba agua en algo inútil. Si no regaba la
higuera no le daría fruto. Pero si la regaba tampoco solía dárselo.
Prosiguió con su esfuerzo casi tres horas
bajo el sol implacable que torneaba su piel. Su máquina de drenaje
le había devuelto el sustento necesario para aguantar el resto de la
jornada a duras penas y había tenido que tirar de trozos de agave
suculentos para poder seguir ese ritmo lento. Mientras, no avanzaba
ni un palmo en su afán por esponjar la tierra. Cada nueva palada que
le propinaba a la tierra el sol volvía a secarla y compactarla tras
haber dejado de dar golpes. Su trabajo resultaba en balde.
Las pocas fuerzas que conservaba las
utilizó en coger el último trozo de agave de su zurrón y empezar a
chupar el sustento que este guardaba y que le proporcionaba una
pseudo-hidratación pasajera. Apoyó una mano sobre uno de los nodos
del árbol y miró hacia las ramas altas, a las únicas hojas que
podía mantener aquel superviviente.
- Por hoy no puedo más Apho", mañana
seguiré- Giró la cabeza con intención de volver a la choza –
Espero que sigas cuidando de Kinchi allá donde estés.
Y tras decir esto, bajó la mano que estaba
sobre el árbol y se giró para irse. En el camino, cortó varios
trozos de una tunera vieja, que estaba ya a punto de fallecer, cortó
las partes que podía aprovechar y quitó alguno de los higos sangre
que tenía la tunera moribunda. Con el cuchillo que tenía en la mano
aprovechó y pelo la piel rugosa del higo, y de la misma, se zampó
el primer bocado. Notó los cientos de pepitas en su boca y ese sabor
dulce tan característico. Disfrutó del bocado que le devolvía la
vitalidad a su cuerpo y prosiguió su camino. La máscara le golpeaba
el pecho mientras seguía rumiando el higo que había cogido.
Cuando estaba por llegar a la choza volvió
a colocarse la máscara y sorbió las últimas gotas que le ofrecía
el drenante. Tenía bastante alimento y líquido para estar en la
casa, tranquilo. Cuando traspasó el soportal se desató el atalaje
de la máquina y la colgó de las perchas del porche. Se acercó a la
librería que tenía en el salón y cogió un volumen de historia de
la metrópolis por Aisack. Se sentó en una de las sillas de la sala
y comenzó a leer. Inmerso en aquellas letras de historia que tanto
le gustaban, olvidaba su miseria y su dolor.
No medio mucho rato y escuchó el estallido
de la atmosfera, alguna nave había cruzado la capa de gases que
rodeaba el planeta. Esto le molestaba, ni siquiera había podido
terminar los primeros años de la colonización de las colonias
primarias, no le gustaba dejar los capítulos a media. Dejó el gran
volumen sobre la mesilla más cercana y se acercó al almanaque. En
otro tiempo tenía pantallas que le indicaban todas esas nimiedades,
días, semanas, años y demás sandeces.
Salió al porche y se apoyó sobre la
barandilla. Intentó enfocar la vista para distinguir qué tipo de
nave se acercaba. Sabía que se acercaría a sus tierras, no quedaba
nadie ya por aquel planeta. Él era el único que seguía viviendo
allí. Los que sobrevivieron a la sequia prefirieron dejarse morir
que seguir luchando por nada. Distinguió el pequeño punto en la
distancia que parecía pulular por el cielo. Se metió de nuevo en la
casa y se sentó a esperar que llegara. Mientras llegaba la nave
volvió a recordar. Miro el libro pensando en espantar los fantasmas
con la lectura, pero vencieron los fantasmas.
Volvió a recordar a Apho”, tumbada en la
cama empapada en sudor. Sus gritos de dolor inundaban todas las
habitaciones de la casa. Gaylas iba de un lado a otro de la casa
corriendo sin saber qué hacer. Nadie estaba allí para ayudarles y
su mujer había roto aguas. En un sitio donde la sequía era tan
patente era incomprensible ver a una persona malgastar tanto líquido.
Cada vez que se acercaba a ella, la veía roja y brillante y con la
boca desencajada de chillar. El obstetra le había dado todas las
indicaciones para que llegado el momento, él se ocupara de asistir a
su mujer. Ahora quiso maldecir por no haber tomado notas para poder
hacer uso de ellas en aquel momento. El parto no fue rápido, su
mujer estaba sin fuerzas y no era capaz de empujar al neonato fuera
de su nido. Fue una lucha titánica de dos personas sin conocimiento
y sin fuerzas por sobrevivir. Apho” apretaba la mano de Gay” con
fuerza mientras hacía esfuerzos por sacar al niño. Aun así, no lo
conseguía. El niño parecía reticente a salir de su cómodo nicho.
Cinco horas después, y tras un largo y tedioso esfuerzo por parte de
la madre. Asomó una cabeza diminuta que pugnaba por salir. Roja y
empapada en placenta, Gay” no tuvo el valor de cogerla para sacarla
hasta que no viera alguna parte a la que aferrarse. Veía aquella
figura tan frágil que pensaba que se rompería en cualquier momento
si lo tocaba.
Cuando amaneció se encontró vigilando a
ambos desde la silla, sentado, observando cada movimiento del pecho
que hacían. El pequeño nació escuálido y con muy poco músculo.
Nada más nacer se aferró a la madre e intentó chupar de la teta.
Pero no había nada. La madre llevaba mucho sin beber en condiciones
y no había creado leche para alimentar al bebe. Ante esta
perspectiva Gay tuvo que coger un trozo de tunera y dejar al bebé
que la chupara. Con ello, aunque, con desagrado al principio, el bebé
pudo alimentarse de algo en aquel momento. Le cubrió con una manta
que tenía preparada y lo colocó a los brazos de la madre. Esta
estaba dormida desde el momento en que acabó el parto. De vez en
cuando hacia el intento de levantarse y preguntaba cosas que Gyalas
iba respondiendo afirmativamente. Después de cada respuesta ella
volvía a caer en un profundo sopor.
La pequeña criatura recién nacida tosía
a intervalos sueltos y tenía pequeños espasmos. Gay cada poco
tiempo, le ponía un trozo de tuna en los labios para que chupase el
cuerpo carnoso para obtener un poco de agua. No sabía cómo podría
sentarle aquello al pequeño. Después de darle sorbos de aquel
suculento trozo de cactus cactus le volvía a colocar la cabecita
sobre el pecho de la madre. No durmió durante toda la noche,
mientras leía algunos de los libros que tenía, bajo las velas, para
cuidar de ellos.
Ahora al recordar aquella noche, creía
sentir una pequeña lágrima deslizarse por su mejilla. Al pasar el
dedo por su cara no la encontraba. Solo estaba en su imaginación.
Volvió a mirar hacia al cielo. La nave de comercio estaría dando la
vuelta al planeta hasta poder posarse sobre la pequeña zona
descampada que tenía Gaylas en su finca. Agarró con su mano su
frente. La angustia se adueñaba de su mente. Quería recordar de
nuevo a su hijo.
La mujer se despertó temprano. Gay” se
dio cuenta porque escuchó al otro lado del Salon una voz. “Kinchi”.
Al escucharla dejó precipitadamente el libro sobre su asiento y
salió corriendo. Al llegar la vio, a ella, algo más demacrada que
la noche anterior. Paseaba su mano sobre la cabecita del niño. Creía
verlo también algo más pequeño.
- Me llamabas, cariño – preguntó a su
mujer cuando dejó de mirar a su hijo y le dirigió la mirada sin
dejar de estar tumbada en la cama, abrazando al crio.
- ya sé como se llama. Su nombre es
Kinchi. Me he despertado y he soñado toda la noche llamándolo así.
Ese es su nombre Gay”.
La miró asombrado sin saber que decir.
Incluso ahora y con las pocas fuerzas que debía tener estaba llena
de optimismo. Estaba llena de vitalidad. Se acercó a ella y se tumbó
a su lado, dejando al ahora bautizado con el polvo Almagro, kinchi,
entre los dos.
- Pues decidido- le dijo- Nuestro hijo se
llama Kinchi.- y le pasó la mano por la cabecita mientras le
acercaba un trozo de tunera, al hacerlo el pequeño sonrió- Parece
que a él le gusta el nombre.
Kinchi no aguantó bien la comida que le
podían dar. Buscaba de vez en cuando la teta de su madre.
Preguntaron a los vecinos por algo de leche de la metrópolis, aunque
fuera en polvo. Pero nadie tenía en toda la vecindad. Y el pequeño
al segundo día de vida comenzó a tener diarreas. Como no tenían
agua para limpiar estaba siempre sobre lechos de sabanas y ropas que
al ensuciarlas las dejaban en zonas con viento y polvo para que las
limpiara, más o menos. Cuando vieron la primera vez que no defecaba
sólido y que estaba con dolor de estómago, se asustaron. No sabían
que debían hacer. El obstetra no iría hasta una semana después, y
ellos no tenían nada más para alimentar al pequeño. Leyeron
treinta veces algunos de los panfletos que les dejaron las viejas
heréticas de la comunidad. Panfletos con nombres rimbombantes como
“los primeros días de tu
criatura”, o “ser
la madre perfecta”. En ellos
solo entendieron que su hijo estaba enfermo. Pero todos los remedios
que le daban eran con fármacos o alimentos de los que no disponían.
Ningún panfleto de la metrópolis contaría con la miseria como
causante de la enfermedad de una criatura. Tampoco con la
deshidratación, en la metrópolis cada hogar tiene una acometida y
agua para desperdiciar para toda una vida. De nada les sirvió
aquellos papeles. Sus palabras se quedaban como agua de borrajas.
Al tercer día de vida, Kinchi se despertó
sin fuerzas ni para defecar. Sus labios agrietados y sus comisuras
resecas no auguraban nada bueno. Se había llevaba prácticamente un
día entero de vida, excretando todo lo que comía. Su pequeño
cuerpo no tenía vitalidad ni para moverse. La madre se quedaba todo
el día tumbada a su lado mientras gimoteaba y hacia grititos sordos.
Gay” no sabía dónde meterse. Fumaba en la puerta de su casa a
sabiendas de que eso deshidrataba mirando el cielo, sin saber que
hacer, ni a quien acudir. En esa época todavía estaba algo
hidratado. Y una sola lagrima sí que corrió por si mejilla. Hasta
mezclarse con el polvo almagro y ser una gota de barro que se secó
en muy poco tiempo.
Al cuarto día ya no despertó. Dormido
sobre el sillón de la salita, se despertó cuando un grito inhumano
rompió el silencio de la mañana temprano. Cuando vio el panorama no
hicieron falta las palabras. Su mujer estaba abrazando el pequeño
cuerpo inerte de su pequeño Kinchi, sus pequeños brazos se
bamboleaban de un lado a otro sin control. Gay” salió de la casa y
se fue a la primera tuna que encontró, y con la pala la destrozó a
palazos. Sintió su rostro arder de ira y sus ojos calentarse como si
fueran a llorar,aunque no tenía ya más hidratación para llorar. Se
dirigió a la siguiente y la destrozó, algunas hasta las pateo
clavándose las espinas de las tuneras, y los puyones. Cuando ya no
le quedaron fuerzas ni para levantar la pala, se dejó caer en el
suelo. Y gimoteo como un niño chico. Llenándose la boca de polvo.
Cuando ambos no pudieron sofocar más sus
frustraciones, decidieron enterrarlo en la higuera que le gustaba
tanto a Apho”. Ella no tenía fuerzas ni para cargar el cuerpecito.
Gay” con los ojos enrojecidos masticó para recuperar algo de
fuerza varios trozos de agave y tunas, e hizo un esfuerzo titánico
para hacer todo lo posible por cavar la tumba de su pequeño. No hubo
ceremonias ni más gritos ni nada. Se cavó, se dejó, se tapó. No
hablaron en todo momento, ni en ese día.
Gay” se acostó esa noche junto a su
mujer. Pero ella no estaba allí. Había dejado su cuerpo tumbado en
la cama, pero su mente estaba lejos. La besó con suavidad en la
frente y se durmió.
El sonido de la nave tomando tierra le sacó
de sus cavilaciones. Cerrando los ojos, intentó cerciorarse que
recordaba en qué momento estaba, y qué debía hacer. Miró a la
puerta del cuarto que se hallaba al fondo. Su mirada ausente recibió
el vacío como respuesta. Y salió fuera a recibir al trasportista.
- Buenas, el bidón de aguas de desecho
metropolitano – dijo dirigiéndose al camionero- como de costumbre.
El trasportista miraba una pantalla que
tenía en una especie de carpeta, y revisaba números y cifras que
paseaban por la pantalla.
- eso no va a poder ser amigo – le
respondió el trasportista.
- ¿como que no?- miró desconcertado
Gaylas al trasportista – Es el bidón que suelen traerme, además
es el único que puedo permitirme que ha pasado.
- En la metrópoli han prohibido la
comercialización de esa agua, dicen que perjudica la salud de las
personas. La más baratas que tenemos es la de regadíos desalados
que son tres mil doscientos créditos.
Los ojos de Gaylas se abrieron de una
manera exagerada. Aquello eran un trescientos por ciento más del
precio del barril de desecho. Si ya le costaba sacar lo suficiente
para pagar el Barril de desecho aquello era su ruina. Sin despedirse
siquiera del trasportista se dio la vuelta y se fue. Oía detrás
suyos gritos del trasportista que lo llamaba “amigo… amigo…psh”.
De nada servía, nada podía hacer ya por él.
Cuando llegó a la casa cubrió la
distancia que ocupaba el salón como una exhalación y se dirigió a
la habitación, recordó nítidamente la semana y media que pasó su
mujer allí tirada sin comer ni beber ni nada. Hasta que desapareció.
Realmente había quedado ausente el día que murió su hijo, había
dejado de estar en su cabeza. Gaylas cogió un vestido de su mujer y
un trapo que envolvía a su hijo, y que ahora estaba envolviendo algo
más. Salió de la casa todo lo rápido que pudo. Al salir vio una
nube de polvo que elevaba la nave al irse. Cruzó sus campos de
agaves y tunas, las cuales iba pateando mientras cruzaba por entre
ellas. Se dirigió a la higuera, a la cual también le pegó dos o
tres patadas antes de hacerse daño en el pie y soltar varias
maldiciones a la nada.
Cansado de patear y correr se tumbó a los
pies de la higuera. A su derecha puso el vestido de su mujer, el cual
todavía tenía el olor de ella, y entre el vestido y el puso el
trapo que una vez había envuelto a su hijo, y que aún conservaba
manchas de él. Con esa imagen ante sus ojos, saco de debajo del
trapo un arma, que estaba guardando desde lo de Oligisto. Y mientras
miraba aquellas prendas puestas en el suelo dijo:
- Lo siento cariño, lo he intentado…
Sabes que lo he intentado. Pero no puedo seguir manteniendo nuestro
hogar. Ya no queda nada que yo pueda hacer aquí. Ya es hora de que
me reúna con vosotros. Quizás en el cielo encontremos cascadas de
agua con la que poder saciar la sed que ha sido nuestra vida. Espero
que hayas cuidado bien de Kinchi en mi ausencia.
Y cuando terminó de decir esto, se acercó
el arma a la cabeza, y disparo. La bala atravesó de cráneo y su
cuerpo inerte cayó sobre las prendas de su familia. La bala se
incrustó en el tronco de la higuera, de la cual broto leche mezclado
con la sangre de Gaylas.
La nave cruzaba el horizonte detrás de la
serranía del sur, sobre un cartel se divisaba la estela que dejaba.
De repente esa estela se convirtió en una luz que envolvió el
cielo. La oscuridad se adueñó del planeta después de eso y la nave
que estaba cruzando el cielo, perdió el vuelo y cayó a tierra.
Aquel planeta no quería albergar vida. Había exigido el tributo de
las dos últimas almas sobre su superficie.
El planeta rojo no quería ser canalizado,
ni quiera albergar agua. Nadia más intentaría colonizar su
superficie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario